Por: Emilio Gutiérrez Yance
En las calles solitarias de Supía, un domingo cualquiera, el eco de los pasos de los pocos transeúntes se confundía con el susurro del viento que agitaba las hojas secas desprendidas de los árboles.
Era una mañana en la que la tranquilidad habitual del municipio, apenas interrumpida por el canto lejano de los gallos, fue sacudida por un suceso que pocos habrían anticipado. En un rincón del cafetal, donde el silencio era la melodía dominante, unos perros, guiados por la curiosidad innata que los caracteriza, descubrieron que un saco pegado a la pared no era lo que parecía. No era solo un saco, era un milagro esperando ser descubierto.
La comunidad, siempre atenta, no tardó en notar el inusual comportamiento de los animales y su maravilloso hallazgo. La noticia corrió de boca en boca, y pronto el lugar se llenó de murmullos inquietos. Los residentes, con la preocupación dibujada en sus rostros, esperaban la llegada de la Policía Nacional, sabiendo que, en situaciones como esta, los agentes son mucho más que guardianes del orden; son ángeles uniformados como protectores de la tranquilidad ciudadana.
En medio de esa escena, la patrullera Yesica Andrea Guapacha, con la serenidad de quien confía en Dios y el corazón lleno de amor, tomó la delantera. Yesica, nacida en el corregimiento de Bonafont, Riosucio, Caldas, y formada en la Escuela Carlos Eugenio Restrepo de La Estrella, Medellín, había aprendido desde pequeña a ver la vida con fe. Como mayor de tres hermanos, y bajo la guía de su madre, María Guapacha, y su padrastro, Libardo de Jesús Trejos, Yesica había cultivado un sentido profundo de responsabilidad y amor por los demás. Y ese día, en Supía, esas enseñanzas cobraron vida.
Al llegar al lugar, el panorama era sobrecogedor: un pequeño ser, indefenso y apenas con cinco días de nacido, yacía en un maletín, abandonado a su suerte. «No lloré, pero se me quebraba la voz al ver a la bebé en esas condiciones», recordó Yesica más tarde.
Sin dudarlo, la patrullera tomó a la pequeña en sus brazos, brindándole el calor y consuelo que tanto necesitaba. En ese instante, supo que estaba presenciando un milagro. La niña, una chispa de vida en medio de la adversidad, despertó en todos los presentes un sentimiento de ternura indescriptible.
La llevaron al Hospital San Lorenzo de Supía, donde el personal médico la atendió con la misma dedicación que Yesica había mostrado al encontrarla. Mientras realizaban los exámenes necesarios, las patrulleras salieron a comprar los paños, la leche y el tetero que la pequeña necesitaba. Cuando regresaron, la bebé ya había sido bañada, pero su frágil cuerpo aún no tenía reflejos de succión. Con paciencia y amor, Yesica y sus compañeras comenzaron a darle el tetero. Y en un momento mágico, la niña sonrió al escucharlas, como si supiera que estaba en manos seguras.
A pesar de que sabían que la pequeña no era suya, el vínculo que se creó fue especial y profundo. «Sé que no es de nosotros, pero nos encariñamos con ella», confesó Yesica, conmovida por la pureza y la energía que emanaba de la bebé al detallar detenidamente su belleza natural que traspasaba los albores de la naturaleza y dibujaba a la distancia el manjar del cariño, decidieron llamarla Milagros, un nombre que refleja la naturaleza extraordinaria de su rescate y la convicción de que había llegado al mundo para recordarnos el valor de la vida y el poder de la esperanza.
Mientras los uniformados continuaban con las labores de investigación para identificar a la madre de la bebé, el pueblo de Supía no dejaba de asombrarse ante el hecho portentoso que había tenido lugar en su cafetal. El rescate de Milagros fue un acto de servicio, pero también fue una demostración del amor y la ternura que, en medio de la rutina, define la verdadera vocación de quienes protegen y sirven a la comunidad como miembros de la Policía Nacional.
Y así, en un rincón de Supía, donde el silencio dominaba y los perros curiosos se convirtieron en heraldos de la esperanza, una bebé encontró en los brazos de la patrullera Yesica Andrea Guapacha el amor que la vida, por un breve momento, le había negado.
En ese pequeño rincón del mundo, la Policía Nacional recordó a todos que su labor, además de mantener el orden, es un acto de amor, un compromiso con la vida y una devoción hacia aquellos que más lo necesitan.