Por: Emilio Gutiérrez Yance
El sol se estiraba con pereza sobre Cartagena, como si se le antojara no ser testigo de las historias dolorosas que se tejían bajo su mirada. En el comando de la Policía Metropolitana, la mañana avanzaba con un paso solemne, siguiendo el ritmo pausado de los recuerdos y las esperanzas rotas. Era el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, una jornada marcada por la memoria de aquellos que un día existieron y ahora son ecos lejanos en la historia de Colombia.
La ceremonia, organizada en el seno del comando, comenzó con una tristeza palpable que se enredaba entre los hilos de la ceremonia. Los comisarios José Benítez Páez y Dalimiro Sanjuan De Ávila, los guardianes de la mañana, encabezaban el acto con una dignidad que no podía ocultar el peso de la ausencia. Frente al estandarte a media asta, las palabras parecían flotar en el aire, sin poder capturar toda la magnitud del dolor presente.
Los familiares de los desaparecidos, como figuras de un cuadro sin terminar, estaban allí, sus rostros reflejaban una melancolía sin fin. Entre ellos, la viuda del subintendente Martín Manuel Hernández Castro, Onorina Montalvo, era la imagen viviente del duelo eterno. Su mirada, fija en el horizonte, parecía buscar respuestas en el cielo que, como cada año, se mantenía distante y frío.
Mientras los discursos se sucedían, el silencio era el verdadero protagonista. En ese silencio, se escuchaba el murmullo de historias olvidadas. El subintendente Hernández Castro, cuya historia comenzaba una tarde en la carretera de Montería a Cartagena, había sido arrastrado por la vorágine de la violencia, separado de su vida cotidiana por un grupo armado que se materializó como sombras en la carretera. Lo mismo sucedió con el sargento Jaime Reales Mercado, interceptado en un brazo del río Magdalena, sur de Bolívar, y el subintendente Sergio José Cera Martínez, cuyo destino se enredó en un taxi que nunca lo devolvió a casa.
Las plegarias y el minuto de silencio, como un duelo colectivo, buscaban apaciguar el peso de los trágicos recuerdos. En medio de la ceremonia, la presencia de la Policía Nacional se sentía como una promesa, un compromiso lleno de fervor y un esfuerzo constante por desentrañar la verdad. Las palabras de Dalimiro Sanjuan De Ávila eran una oferta de esperanza en un mar de incertidumbre: “Hoy, recordamos a los ausentes y renovamos nuestro compromiso de búsqueda y justicia para aquellos que esperan respuestas”.
La jornada, sin embargo, no se limitó a discursos. Era un reflejo de la vida misma, donde el sufrimiento y la esperanza se entrelazaban en un baile incierto. Los familiares, con sus heridas expuestas, hallaron en la presencia de la Policía un rayo de luz en su búsqueda interminable. La lucha por la verdad se convertía en una llama que ardía en sus corazones, un eco de resistencia que se negaba a extinguirse.
Al final del día, mientras el sol se escondía detrás de un manto de sombras, la ceremonia se desvanecía en un simbólico pacto de compromiso renovado. Pero en ese pacto, había una promesa no escrita, un acuerdo de que la lucha por la verdad no se detendría. Porque, aunque las respuestas aún se escondían en las brumas del pasado, la memoria de los desaparecidos seguía viva, como un destello inconfundible en la tormenta de la injusticia.
La jornada del Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas fue un acto de conmemoración. Fue una reafirmación de la lucha continua, una prueba de que la voz de la esperanza aún retumba en cada rincón de Colombia. Mientras las sombras de los desaparecidos sigan titilando en la memoria de sus seres queridos, la lucha por la verdad permanecerá firme, como un río que no cesa de fluir, desafiando el olvido y buscando siempre la luz.