Por: Emilio Gutiérrez Yance
Busca respuestas a las preguntas que rondan su corazón, pero sobre todo, busca entender la voz de Dios, que como un susurro constante, lo ha guiado desde las orillas del Magdalena hasta las calles de su vida cotidiana.
En las orillas del majestuoso río Magdalena, en un rincón apartado del municipio de Magangué Bolívar, nació la fe de un niño que se convertiría en un faro de esperanza para su comunidad. William Alexander López Coronel, hijo único, creció bajo la sombra de una tragedia familiar: su padre falleció de un derrame cerebral y su madre, Yesenia María, se refugió en su propio dolor y lo dejó al cuidado de sus abuelos maternos. Sin embargo, fue en la soledad de los días frente al río donde William encontró consuelo en algo más grande que él: la presencia de Dios.
Desde pequeño, mostró un fervor que no conocía límites. A sus 10 años, mientras otros niños jugaban, él se encontraba frente a un viejo televisor, observando las misas transmitidas en la televisión local. Aprendió a rezar solo, escuchando y mirando atentamente cada movimiento de los monaguillos y cada plegaria que se elevaba en el altar quedaba grabada en su mente y en su corazón. Con las manos unidas, recitaba el Padre Nuestro y el Ave María, y así, en medio de la adversidad, la fe se convirtió en su refugio. Más tarde aprendió los misterios del Santo Rosario.
Un día, movido por un impulso que solo puede venir del Espíritu Santo, decidió caminar los 8 kilómetros que lo separaban de la Catedral de Magangué. Llegó sudoroso, agitado, pero lleno de esperanza, y con una valentía sorprendente pidió ser parte del servicio en el altar. Los sacerdotes, impresionados por su devoción, lo acogieron como acólito. Ya con el alba blanca sobre su cuerpo, ese traje blanco que para él significaba pureza y servicio, sintió que su misión en la vida había comenzado.
A partir de entonces, su vida giró en torno a la fe. Con manos temblorosas, pero llenas de reverencia, imponía la cruz de ceniza en los fieles, tomaba el cáliz y cuidaba de los elementos sagrados con una devoción que irradiaba paz. Para él, servir en el altar era estar en comunión directa con Dios, y su entrega no pasó desapercibida en su comunidad. Cada misa en la que participaba se convertía en un momento sagrado no sólo para él, sino para todos los que lo observaban.
Sin embargo, el camino de la fe no es fácil, y William lo descubrió, cuando tras terminar su bachillerato, decidió unirse a la Congregación de Escuelas de Caridad Instituto Cavanis en Ecuador. Allí, rodeado de niños y jóvenes vulnerables, su fe fue puesta a prueba. En medio de la pandemia de COVID-19, muy lejos de casa y enfrentando la incertidumbre, encontró fortaleza en su lema: “El servicio no se limita a la iglesia. Dios te necesita en cada rincón, en cada persona que sufre”.
Pero los sueños a veces encuentran obstáculos difíciles de superar. Anhelaba continuar sus estudios en Roma, la cuna del catolicismo, y de allí, viajar a Venecia, Italia, pero los costos elevados y las distancias insalvables con su familia lo obligaron a renunciar a ese sueño. Regresó a Magangué con el corazón roto, pero con la fe intacta.
A pesar de los desafíos, nunca perdió la convicción de que su vida tenía un propósito mayor. Hace cuatro meses, ya con 22 años, en un giro inesperado, ingresó a la Policía Nacional, descubriendo en su nuevo rol una forma distinta de servir a los demás. Ya no viste sotana, pero su vocación de servicio sigue siendo la misma. Cada día, se encomienda a la Virgen María y a Dios antes de comenzar su jornada, convencido de que, aunque no llegó a ser sacerdote, su misión sigue siendo la de ayudar al prójimo.
El momento más importante en su camino de fe llegó en septiembre de 2017, cuando Cartagena de Indias se preparaba para recibir al Papa Francisco. La noticia corrió como el viento entre los fieles, y para William, esa era una oportunidad que no podía dejar pasar. Con el mismo fervor con el que caminó a la catedral de niño, y con la ayuda de sus abuelos, reunió lo poco que tenía y compró un pasaje en un bus que lo llevaría desde Magangué hasta la ciudad amurallada.
El día fue agotador, pero cuando llegó al destino, una bendición inesperada lo aguardaba: sin saber cómo, terminó en la zona VIP, a pocos metros del Santo Padre. Al ver a Francisco, sintió una paz que no podía describir. Ese instante fue más que un encuentro con una figura religiosa; fue un signo divino, una señal de que su fe lo estaba guiando por el camino correcto.
Desde ese día, su sueño de viajar al Vaticano y hablar cara a cara con el Papa ha sido su anhelo más profundo. Busca respuestas a las preguntas que rondan su corazón, pero, sobre todo, busca entender la voz de Dios, que como un susurro constante, lo ha guiado desde las orillas del Magdalena hasta las calles de su vida cotidiana.
Hoy, sigue su camino de servicio. Con la Biblia en una mano y el uniforme en la otra, predica con el ejemplo, llevando consuelo a quienes más lo necesitan. No importa si está en el altar o en las calles, su vocación de fe sigue siendo el motor que guía cada uno de sus pasos. Sabe que al final, Dios tiene un plan para él, y mientras tanto, continuará siendo la luz en medio de la oscuridad, el faro que ilumina a los que sufren.
En su corazón, siempre hay espacio para un nuevo altar, ya sea en la casa de Dios o en el alma de quienes lo rodean.